Se conmemora el centenario del nacimiento del escultor donostiarra, autor de piezas icónicas que hoy forman parte del entorno natural
TEXTO: JOSÉ MANUEL ANDRÉS
El legado artístico de Eduardo Chillida brilla con luz propia cien años después del nacimiento del escultor donostiarra. Con motivo del aniversario, son múltiples los eventos y actividades que repasan la biografía y el legado del creador de lugares, del hombre que fusionó el hierro con el vacío para crear estructuras que hoy forman parte de varios paisajes característicos como elementos icónicos, intrínsecos al entorno.
Todo comenzó el 10 de enero de 1924 en San Sebastián. Junto al Cantábrico nació el tercer hijo de Pedro Chillida, militar de profesión, y Carmen Juantegui, soprano. El joven Eduardo coqueteó con el fútbol y con 19 años fue portero de la Real Sociedad, el club que su progenitor presidió entre 1942 y 1945. Bajo los palos prometía y mucho. Llegó a jugar 14 partidos entre Liga y Copa, pero una lesión en la rodilla redujo su carrera deportiva a un año y recondujo su trayectoria profesional hacia la actividad artística que lo acabaría encumbrando como una figura fundamental del siglo XX.
Tras el desengaño futbolístico Chillida inició sus estudios de arquitectura en la Universidad Politécnica de Madrid. No llegó a completar el ciclo formativo entero, pues con buen criterio centró sus esfuerzos en la escultura y el dibujo a través del Círculo de Bellas Artes. Fue clave en este ciclo iniciático de su carrera su experiencia en París, donde residió entre 1948 y 1950. En la capital francesa entabló una sólida amistad con el pintor, escultor y grabador Pablo Palazuelo, una gran influencia en la transición hacia la abstracción de Chillida, fundamental para entender su periplo artístico.
Más maduro, el todavía joven Eduardo Chillida regresó a San Sebastián, donde se casó con Pilar Belzunce antes de un regreso puntual a Francia, concretamente al pequeño pueblo de Villaines-sous-Bois, situado al norte de París. El nacimiento de su primer hijo condicionó el retorno definitivo a su tierra natal, otro paso decisivo en su estilo escultórico, pues la localidad guipuzcoana de Hernani, concretamente la fragua de Manuel Illarramendi en la que trabajaba, fue el lugar en el que el escultor entró en contacto con el hierro, el material característico de su obra. Allí elaboró su figura Ilarik (1951), la primera con un sello propio, de hierro y abstracta, que supuso un salto desde las creaciones basadas en torsos humanos tallados en yeso propias de sus primeros años (Forma, Pensadora, Maternidad o Concreción), todas ellas de carácter figurativo.
Chillida, cuya primera exposición individual tuvo lugar ese mismo año de 1951 en la Galería Clan de Madrid, por recomendación de Palazuelo, había encontrado al fin el material con el que plasmar su búsqueda de la creación y la innovación. Lejos ya de la imitación de la naturaleza de carácter académico, el primer paso lógico en la trayectoria vital de todo creador, había llegado al hallazgo crucial de un estilo propio, el salto que va más allá y supera las barreras de lo anteriormente visto, al estilo de lo que ya había hecho antes su admirado Pablo Picasso con la pintura cubista.
La fusión del hierro con los espacios abiertos, con el vacío, marca el punto culminante en el particular proceso creativo de Chillida. Esta unión fue el leitmotiv de toda su amplia obra. Combinó esculturas de aspecto macizo y gran volumen con otras más ligeras, con mayor concesión al espacio natural, y a finales de los cincuenta dio un paso más en la experimentación con formas más complejas, auténticos entramados que evolucionan desde las líneas horizontales, verticales y curvas. No se conformó con su dominio del hierro e introdujo en sus composiciones otros materiales, como la madera, el hormigón, el acero, la piedra o el alabastro, que multiplicaron sus posibilidades expresivas.
El Cantábrico
Desde los años setenta, el admirado Chillida se especializó en la instalación de piezas de enormes dimensiones en espacios naturales, con los que la composición convive de forma armónica en esa eterna fusión entre el hierro u otros materiales y el vacío. Forman parte de esta clase de estructuras obras icónicas como el ‘Peine del Viento’ (1976), tan característica de la playa de Ondarreta, en San Sebastián, o el ‘Elogio del Horizonte’ (1990), situada en el Cerro de Santa Catalina, en Gijón, y elaborada con hormigón. Ambos complejos escultóricos hoy son reivindicados por sus ciudades como auténticos símbolos. Los dos miran al Cantábrico, el mar que también bañó la infancia de su autor.
Actualmente es posible acercarse a una muestra profunda de la obra de Chillida a través de la visita al Museo de Chillida-Leku, un espacio natural de trece hectáreas alrededor del remodelado caserío Zabalaga, donde el escultor reunió una parte de su legado. Situado en Hernani, cerca de aquella fragua en la que el mago del hierro conoció este material, se inauguró en 2000, dos años antes del fallecimiento de Chillida. Aunque desgraciadamente cerró sus puertas entre diciembre de 2010 y abril de 2019 por problemas económicos, hoy, cien años después del nacimiento del hombre que fusionó el hierro y el espacio, está de nuevo abierto al público, dispuesto a descubrir los muchos tesoros que dejó al mundo.