El 15 de agosto de 1945 Japón rubricó su capitulación y firmó la rendición tras los devastadores ataques nucleares de Estados Unidos en Hiroshima y Nagasaki.
TEXTO: JOSÉ MANUEL ANDRÉS
Agosto de 1945. La Segunda Guerra Mundial, el conflicto más pavoroso de la historia de la humanidad, ya había tocado a su fin en Europa tres meses antes, en mayo, tras la llegada del Ejército Rojo a Berlín, la capital de una Alemania nazi reducida a cenizas y ocupada en su frente occidental por las tropas aliadas. Pese a la capitulación alemana del 8 de mayo y al suicidio del líder del Tercer Reich, Adolf Hitler, el 30 de abril, otra potencia del Eje, Japón, seguía sin firmar la rendición.
Tras seis meses de intensos bombardeos sobre más de sesenta ciudades niponas por parte de Estados Unidos, Harry S. Truman, en aquel momento presidente del gigante norteamericano tras la muerte del icónico mandatario Franklin Delano Roosevelt en abril, ordena el lanzamiento de sendos ataques nucleares contra el ‘país del sol naciente’. El 6 de agosto de 1945 el arma nuclear bautizada como ‘Little Boy’ es arrojada sobre la ciudad de Hiroshima y tres días después, otra bomba atómica con el nombre de ‘Fat Man’ detona en Nagasaki.
El saldo de la operación: más de 100.000 muertos de forma inmediata, otros tantos heridos y un número de fallecidos tan elevado como difícil de precisar en los siguientes años a consecuencia de la exposición a la radiación. Un golpe tan fuerte al corazón de Japón que el país anuncia seis días después, el 15 de agosto, su rendición incondicional ante los Aliados.
A los ataques nucleares por parte de Estados Unidos se unía además la intención de la Unión Soviética de transferir sus tropas a la zona del Pacífico y de esta manera conquistar la isla Sajalín y las Kuriles, dos enclaves fundamentales para los soviéticos en su aspiración de lograr un acceso totalmente libre a este océano, algo que era posible bloquear por vía marítima o aérea desde allí. Por todo ello, exhausto, solo y absolutamente expuesto al avance aliado, la situación de Japón era ya más que esesperada.
A través de una declaración oficial emitida en la radio nacional, HNK, y conocida como Gyokuon-hōsō, el emperador Hirohito declaró la capitulación incondicional de Japón y aceptó las condiciones de la Declaración de Postdam, firmada el 26 de julio del 45 por Estados Unidos, Reino Unido, la URSS y China y que estableció en su momento la rendición japonesa o la «pronta y total destrucción» del país. Fue la primera vez en la que el soberano, que asumió el trono nipón en 1926 tras la muerte de su padre, Yoshihito, habló directamente a sus súbditos, pues hasta ese momento sus mensajes a la población habían sido locutados por otras personas.
El fin del Imperio de Japón
Mediante esta rendición, el Imperio de Japón vigente desde la Restauración Meiji de 1968 y ya en colapso asumía, entre otros puntos clave, la eliminación «para siempre de la autoridad de aquellos que han engañado al pueblo de Japón y lo han llevado a embarcarse en la conquista del mundo», la ocupación de «puntos del territorio japonés designados por los aliados», el «desarme completo de las fuerzas armadas japonesas», la limitación de la soberanía japonesa a las islas de Honshū, Hokkaidō, Kyūshū, Shikoku y las islas menores», es decir, la extensión previa a conquistas como las de la península de Corea o Taiwán, y la «severa justicia para todos los criminales de guerra».
La capitulación anunciada el 15 de agosto se firmaría formalmente el 2 de septiembre, a bordo del acorazado de la Armada estadounidense USS Missouri, actor principal de las batallas de Iwo Jima y Okinawa, dos de los combates principales de la Guerra del Pacífico. Allí Mamoru Shigemitsu, ministro de Exteriores japonés, rubricó a las 09:04 hora local el Acta de Rendición de Japón «por Orden y en nombre del Emperador del Japón y del Gobierno Nipón», algo que hizo a continuación el general Yoshijirō Umezu, Jefe del Mando General Militar de Japón, antes de la firma del general estadounidense Douglas MacArthur, comandante supremo aliado en el Pacífico y el militar más condecorado de la historia de las fuerzas armadas estadounidenses. El acto supondría oficialmente el último episodio de la Segunda Guerra Mundial, exactamente seis largos años y un día después de la invasión alemana de Polonia del 1 de septiembre de 1939 que supuso el detonante del conflicto que cambió para siempre el mundo.
Tras la rendición, el Imperio de Japón se disolvió y pasó a ser ocupado por los Aliados hasta abril de 1952, en una posguerra que resulta fundamental para entender el Estado nipón de nuestros días, pues el país tornó de la monarquía absoluta a un sistema constitucional que estableció la soberanía nacional. Pese a ello, el emperador Hirohito no fue condenado por crímenes de guerra y conservó su trono de forma prácticamente simbólica, según palabras de MacArthur, «como símbolo de la continuidad y la cohesión del pueblo japonés».
Tras el fin de la ocupación, los otrora enemigos se convirtieron en aliados y Japón pasó a figurar entre las potencias del bloque occidental liderado por Estados Unidos durante la Guerra Fría. Ya en los sesenta y sobre todo en los setenta, el ‘país del sol de naciente’ experimentó un vertiginoso crecimiento económico basado en el potencial de sus industrias electrónica, automovilística, de telecomunicaciones, robótica y videojuegos, que llegaron a todo el mundo a través de gigantes multinacionales y dotaron al país nipón de esa imagen de modernidad casi futurista de nuestros días, alejada de cualquier intención belicista, tan diferente de la tradición del imperio de los samuráis y luego de los kamikazes, aquel que un día desafió al mundo como potencia del Eje.