Hace 300 años, el navegante neerlandés Jakob Roggeveen descubrió para el resto del mundo este paradisíaco emplazamiento en mitad del océano, la cultura rapanui y el enigma de los moáis
TEXTO: JOSÉ MANUEL ANDRÉS
Pocos lugares en el mundo destilan tanto misterio e interés por el pasado como Isla de Pascua. Este lugar de incomparable belleza en medio del Pacífico fue descubierto para el resto del mundo el 5 de abril de 1722, cuando el navegante neerlandés Jakob Roggenveen se convirtió oficialmente en el primer occidental en avistar el lugar en mitad de un viaje de exploración hacia Oceanía.
Era un domingo de Pascua y la feliz casualidad quiso donar ese nombre occidental a esta isla volcánica de la Polinesia, llamada Rapa Nui -‘Isla Grande’- por los navegantes tahitianos que frecuentaban el lugar a lo largo del siglo XIX. Este término se asocia también a los nativos y la cultura ancestral del lugar, incluido su lenguaje y todo un corpus antropológico de creencias y tradiciones que se remontaría en su fase primitiva al siglo V después de Cristo, según indican los estudios arqueológicos, genéticos y lingüísticos en el lugar.
Una muestra de la cultura rapanui maravilla especialmente al viajero: los moáis. Estas esculturas de gran tamaño, que van desde los tres metros de altura de las primeras representaciones hasta los casi diez de las erigidas en los últimos tiempos, cuando las técnicas ya eran mucho más depuradas, fueron labradas sobre la roca volcánica, dotándolas de formas humanoides, para emplazar luego las figuras por toda la isla y diseñar sus ojos en última instancia. En la mayoría de los casos, están situados de espaldas al mar, algo que se explica por su función de representación de los ancestros que velan por el bienestar de los vivos y por lo tanto deben mirar hacia los asentamientos de población.
Casi 900 moáis se distribuyen a lo largo de toda la isla, lo que permite comprender perfectamente la estupefacción que la contemplación del lugar causaba en aquellos primeros visitantes europeos del siglo XVIII. Fueron construidos a través de diversas técnicas entre el comienzo del siglo VIII y el final del siglo XVI, se asientan sobre un altar ceremonial que recibe el nombre de ‘ahu’ y en muchos casos están coronados por el ‘pukao’, un elemento ornamental que puede parecer una especie de sombrero pero realmente se trata de una imitación del peinado habitual de los nativos.
Todavía hoy por hoy, tras una infinidad de análisis y estudios, el significado completo de los moáis constituye un gran enigma. La versión que sostiene su función como representaciones físicas del espíritu benéfico de los antepasados en la más extendida, pero todavía son un auténtico misterio las razones que provocaron el cese repentino de su construcción alrededor del año 1600. ¿Por qué se abandonó de esa forma un culto extendido durante nueve siglos?
Un gigante inacabado
Tanto es así que en el cráter volcánico Rano Raraku, donde se labraban sobre la misma roca los moáis, todavía permanecen más de cuatrocientas figuras en fase de construcción. La cantera fue abandonada y los trabajos interrumpidos precisamente cuando se estaban alcanzando los mayores tamaños en las esculturas. Un moái de hasta 21,65 metros de altura y que hubiera pesado casi trescientas toneladas, conocido como Te Tokanga -‘El gigante’- e inacabado, quedó abandonado en su nicho, como un mero esbozo sobre la roca. Muchos otros se abandonaron dispersos por las laderas del cono volcánico, en pleno proceso de transporte hacia el emplazamiento elegido.
Ese desplazamiento es otro de los aspectos más intrigantes de la cultura rapanui, pues se seguía un camino marcado. Según la tradición oral el líder tribal ordenaba a los moáis que se movieran a los ‘ahu’ y estos lo hacían por la noche. Hoy por hoy, la explicación del proceso más sustentada es la de un traslado con la escultura en posición vertical, balanceándola arrastrada a través de cuerdas, un método sumamente costoso y peligroso, pues si la figura se dañaba era abandonada en ese mismo lugar y se debía comenzar de cero la construcción de otra.
El ‘hombre-pájaro’
El estado en el que quedaron todos los trabajos lleva a los especialistas a introducir la hipótesis de las luchas tribales y las guerras entre clanes rivales en la época final de construcción de los moáis, con un enfrentamiento entre sistemas de creencias que llevaría al abrupto final de esta expresión cultural para dar paso a la adoración del ‘hombre-pájaro’ -tangata manu-. Cada año, en primavera, representantes de las diferentes tribus rapanui se congregaban en la cima del acantilado Rano Kau, cercano al entonces asentamiento de Orongo, un lugar de culto ceremonial. Allí se honraba a la deidad suprema Make-Make y se competía por la obtención del primer huevo de charrán sombrío de la estación, un hito que determinaba el nuevo jefe supremo militar y político de la isla.
Se desconoce si este nuevo rito y la construcción de los moáis coincidieron en el tiempo. Lo que parece claro es que un sistema de creencias remplazó al otro en Isla de Pascua, como también que la religión del ‘hombre-pájaro’ fue desapareciendo progresivamente hasta la celebración de la última ceremonia, datada en 1867. La religión de los misioneros cristianos que a mitad del siglo XIX se instalaron en la isla convirtió las tradiciones de los nativos rapanui en un vestigio de un pasado que hoy sigue alimentando el misterio.
Tres siglos después de presentarse al resto del mundo, Isla de Pascua, ese paraíso en mitad del Pacífico repleto de acantilados de vértigo y paisajes soñados, evoca en la imaginación del viajero enigmas y ritos ascentrales, mientras los moáis resisten el paso de los siglos de espaldas al mar, velando por los habitantes de Rapa Nui, la Isla Grande.