Nacido el 5 de diciembre de 1901 en Chicago, sin su figura, rodeada de un halo de leyenda, sería imposible entender el imaginario colectivo de la infancia de generaciones y generaciones
TEXTO: JOSÉ MANUEL ANDRÉS
Walt Disney es uno de esos personajes que más allá de su biografía y el imperio de la animación que puso en pie, sigue rodeado de un halo de leyenda. En nuestros días, cuando se cumplen 120 años de su nacimiento en Chicago el 5 de diciembre de 1901, quién no ha escuchado esas historias acerca de una presunta identidad falsa creada para ocultar un origen europeo o sobre la conservación de su cuerpo mediante técnicas de hibernación.
Más allá del mito, Disney llegó al mundo en los albores del siglo XX y dejó para la posteridad todo un universo creativo que ha marcado la infancia de generaciones y generaciones. Hoy, el legado del padre de la animación sigue construyendo el imaginario colectivo de pequeños y mayores, fascinados por tantos personajes inolvidables, que pasaron del trazo en el papel a la vida en películas, camisetas y esos parques temáticos que son el sueño hecho realidad de los niños de todo el mundo.
La historia de Walt Disney es la del hombre hecho a sí mismo tan asociada a la cultura estadounidense de la pasada centuria. Nacido en el seno de una familia marcada por los apuros económicos, fue el cuarto de los cinco hijos de Elias y Flora Disney. Después de que su severo padre probase fortuna en varios empleos, la familia al completo abandonaría en 1906 la gran urbe que ya era Chicago para instalarse en una granja en Marceline, en el estado de Misuri. El enorme cambio de la ciudad al campo y el descubrimiento de la naturaleza en su máxima expresión avivó la imaginación del pequeño Walt, estimulando su predisposición y dotes para el dibujo.
En 1911 la familia, ya sin los dos hijos mayores, que regresaron a Chicago para probar fortuna, trasladó su residencia a Kansas City, también en Misuri, donde el joven Disney continuó su formación en la escuela primaria Benton y conoció a Walter Pfeiffer, cuya familia ya era aficionada al teatro y a la proyección de películas cinematográficas, un ámbito que le fascinaría de por vida. La frecuencia de ese entorno también resultaría fundamental para entender la carrera de Walt, que tuvo que simultanear como buenamente pudo su formación académica en el instituto de arte de Kansas City con el reparto de periódicos, el nuevo empleo de su padre, y el dibujo de caricaturas, una actividad que le permitía ganar algún dinero.
En 1917, el matrimonio Elias-Flora y sus dos hijos pequeños volvieron a Chicago, donde el padre emprendió su enésimo proyecto profesional con la adquisición de parte de una empresa de bebidas carbonatadas. El entonces adolescente Walt prosiguió con sus estudios secundarios en el instituto McKinley y comenzó a asistir a clases nocturnas en la Academia de Bellas Artes de Chicago. Un breve paso por Francia como conductor de ambulancias, la vía de escape que encontró para ser partícipe del tramo final de la Primera Guerra Mundial, precedió a su regreso a Kansas City, donde daría comienzo su trayectoria profesional.
Disney trabajó en varios estudios, conoció al dibujante Ubbe Iwerks, que sería fundamental en su posterior carrera, y también trató de poner en marcha sus propias empresas con mayor o menor fortuna, pero tomó finalmente la decisión de mudarse a Hollywood en 1923, cuando ya la industria cinematográfica comenzaba a transformar el lugar en la meca para muchos creadores en busca de la fortuna californiana. Allí nació Disney Brothers Cartoon Studio, fundada por los hermanos Walt y Roy Disney, un proyecto al que un año después se unió Iwerks.
El nacimiento de Mickey
En 1925 Walt, centrado totalmente en la faceta de creación de personajes y argumentos y no en el dibujo, contrajo matrimonio con Lilian Bounds, una empleada de su empresa, ya bajo la denominación de Walt Disney Studio. Después del enorme revés de la pérdida de los derechos sobre el conejo Oswald, su creación más exitosa hasta el momento, en 1926 nació un ratón animado llamado Mortimer, que cobró vida de mano de los trazos de Iwerks y por sugerencia de Lilian variaría su nombre por el de Mickey, cambiando para siempre la historia de la animación.
Después de dos cortometrajes que no encontraron distribuidor, Disney optó por añadir sonido a la tercera aparición de Mickey, en ‘Willie y el barco de vapor’, estrenada en noviembre de 1928 en Nueva York con un contundente éxito de público y crítica. La semilla del éxito ya estaba sembrada pero el sexto sentido de Disney para los negocios le llevó a autorizar en los siguientes años la utilización de la imagen de Mickey en productos como prendas y calzados.
El ratoncito animado ya era la punta de lanza de una industria que no se quedó ahí, lo que ensalza de nuevo la astucia de su creador. Comenzaba la explosión del sonido y el color en el cine y Disney supo ver semejante oportunidad para lanzarse primero con cortometrajes y luego, en 1937, con el más difícil todavía, el primer largometraje de la historia de la animación, ‘Blancanieves y los siete enanitos’. Se trató de un proyecto de gran éxito, como demuestra su pervivencia hasta nuestros días, pero también una apuesta de enorme riesgo en el plano económico. Luego llegarían ‘Pinocho’ (1940), ‘Fantasía’ (1940), ‘Dumbo’ (1941) o ‘Bambi’ (1942), con mayor o menor fortuna en la recaudación pero todas ellas convertidas en clásicos.
El imperio Disney ya era un hecho con la llegada de los tiempos convulsos de la Segunda Guerra Mundial y la posterior Guerra Fría, que mostró la imagen de un Walt Disney absolutamente contrario a las posturas comunistas, muy comprometido con los postulados conservadores del Partido Republicano y colaborador del FBI de J. Edgar Hoover a través de la Comisión de Actividades Antiamericanas en lo que se denominaría como la «caza de brujas» del ‘macartismo’ en los cincuenta.
Televisión y parques temáticos
Más allá del aspecto político de Disney, su producción continuó en esta década, con creaciones como ‘Cenicienta’ (1950), ‘Alicia en el país de las maravillas’ (1951), ‘Peter Pan’ (1953), ‘La dama y el vagabundo’ (1955) o ‘La bella durmiente’ (1959). La Warner Bros. apretaba con fuerza con Bugs Bunny y los Looney Tunes y Walt Disney optó por abrir un nuevo frente con la televisión, esa pequeña pantalla que iba a dar un vuelco a la forma de vida de los hogares. No se quedaría ahí la apuesta por el emprendimiento, pues en julio de 1955 abrió sus puertas en Anaheim (California) Disneyland. Luego, ya después de la muerte de Walt Disney, verían la luz otros parques temáticos en Orlando (1971), Tokio (1983) o París (1992).
Este lugar donde todas sus creaciones tornaron en realidades fue una de las últimas grandes apuestas del emprendedor Walt Disney, que en sus últimos años de vida se la volvió a jugar con ‘Mary Poppins’ (1964), su primera incursión en el cine con actores reales. Le costó muchas críticas en su momento, pero quién no ha tarareado la famosa canción de la niñera más famosa.
Nueva época dorada
En noviembre de 1966 al padre del universo Disney le fue diagnosticado un cáncer de pulmón, una enfermedad que acabó con su vida en apenas un mes. Falleció a los 65 años dejando un total de 81 películas, la última de ellas otro clásico imperecedero como ‘El libro de la selva’, estrenada en 1967. Su imperio no solo se mantuvo en pie, sino que vivió una suerte de nueva etapa dorada en los noventa, con películas inolvidables como ‘La bella y la bestia’ (1991), ‘Aladdín’ (1992), ‘El rey León’ (1994), ‘Pocahontas’ (1995) o ‘El jorobado de Notre Dame’ (1996), que marcaron la infancia de una generación muy posterior a Walt Disney.
La animación digital, puesta en marcha por Pixar en 1995 con ‘Toy Story’, ha sido en los últimos años uno de los pilares de Disney, que con la adquisición de la firma en 2005 continuó fiel al espíritu de explorar nuevos ámbitos propio de su fundador, una figura cuyo legado sigue marcando infancias y alimentando múltiples leyendas.