Les Cols Pavellons ofrece una experiencia similar a la que brinda dormir al aire libre, pero filtrada por la lente cultural de la arquitectura
TEXTO: JAVIER VARELA
Les Cols Pavellons está catalogado como una pensión pero no tiene nada que ver con lo que conlleva el significado de esa palabra. Esta joya está enclavada en Olot, cerca de la reserva natural volcánica de la Garrotxa, y en la finca de una típica masía catalana del siglo XII. Está formada por cinco módulos o pabellones levantados en cristal con capacidad para dos personas, con una decoración zen y con suelo y paredes de cristal, en los que querrás remolonear en la cama y disfrutar de un anochecer y un amanecer contemplando las estrellas. Pura magia.
Joaquim Puigdevall i Judit Planella decidieron sumar a la oferta gastronómica ubicada en la masía catalana, que alberga un restaurante galardonado con 2 estrellas Michelin, un descanso para la noche, pero no cualquier descanso. Un recinto aislado que presume de ser un oasis en la ciudad. Porque no hablamos de un hotel al uso, ya que las habitaciones no tiene nada que ver con la idea convencional que tenemos de un hotel o habitación. Cada uno de sus cinco pabellones incluye un onsen climatizado, un baño privado y un cómodo futón. Por algo Les Cols Pavellons fue galardonado en 2017 con la mayor distinción internacional por su diseño: el Premio Pritzker, que es el Nobel de arquitectura -ganado por el estudio RCR, de los arquitectos Rafael Aranda, Carme Pigem y Ramon Vilalta-. Una construcción de un universo de reflejos y texturas imprevistas confinado en la entrañable y típica construcción de la Masia Les Cols.
Sus cinco pabellones proponen una experiencia similar a la que brinda dormir al aire libre, pero filtrada por la lente cultural de la arquitectura y que, por lo tanto, obliga a aprender y asumir algo extraño y emocionante que para nuestros antepasados era muy normal. Aquí la hospitalidad no es pura necesidad fisiológica de aposento, sino un recreo psicológico de los sentidos. Algo que te acerque al concepto de no lugar. El cliente se adentra en la no-recepción, un espacio austero y vacío donde la autenticidad de lo material se mezcla con la liturgia de bienvenida. Paso necesario antes de acceder a su estancia, donde se inicia el recorrido sensorial.
El lavabo no es lavabo. La ducha no es ducha. El baño no es baño. No hay cama, no hay mesa, no hay nada
La parcelación de los pabellones evoca la estructura lineal de un huerto tradicional de la cultura japonesa. Tanto el trazado de los recorridos, como la distribución y la decoración de cada pabellón constituyen un claro referente zen. Un conjunto de cañas de acero lacado en verde guía hacia los dos corredores a cielo abierto, revestidos con una malla metálica que conduce a los pabellones. Y a modo de muro se levantan lamas de vidrio verdoso protegiendo la intimidad y dejando entrever los patios. Dentro del pabellones –de entre 20 y 30 metros cuadrados- se crea un diálogo constante entre interior-exterior, dejando que sea el cliente el que se acomode al nuevo espacio y poco a poco pueda disfrutar de los lujos sensoriales que se le ofrece.
La estancia exige una reeducación en el uso de los espacios. El lavabo no es lavabo. La ducha no es ducha. El baño no es baño. No hay cama, no hay mesa, no hay nada. Un espacio vacío que poco a poco se convierte en el todo. En el interior austero, sólo se encuentra la colchoneta laminada verde, que por la noche hará las veces de cama hasta convertirse en un nido en el que escaparse del mundanal ruido y, en su horizontalidad, ver pasar la Luna y descansar.
Y en esta ordenación sin espacios, el desayuno y la cena se hacen en el interior del pabellón. Empezar el día con productos locales elaborados para la casa y servidos por la anfitriona o una romántica cena, completamente relejante bajo la luz de las estrellas, con la persona deseada y rodeado de velas. Aromas y sabores en concierto sensorial con su alma de cristal.